El penitente minero (ilustración de Simonin) |
Hoy voy a hablaros del que posiblemente sea el peor trabajo del mundo, pero eso lo dejo a vuestro juicio. Hablamos del penitente.
Ha pasado mucho tiempo y casi no hay registros escritos sobre este oficio, pero tenemos un par de referencias en la literatura. La primera se encuentra en el libro "Las Indias Negras", de Julio Verne (1877) y las segunda en "Germinal", de Émile Zola (1885). Ambas novelas que tratan el tema de la minería del carbón, la primera en Inglaterra y la segunda en Francia.
Explosión de grisú (Ilustración de Simonin) |
Como bien sabéis, en algunas minas de carbón (especialmente las de hulla) se genera un gas explosivo y asfixiante, compuesto en su mayoría por metano y que se conoce como grisú. Este gas se acumula en la parte alta de las explotaciones, ya que pesa menos que el aire, no huele y es insípido, por lo que su detección ha sido un gran problema hasta que Davy inventó la lámpara de seguridad en 1815.
Este problema se debía a que en el interior de la mina y por aquellos años, la única manera de poder ver era con fuego: candiles, velas, antorchas... Al tratarse de un gas inflamable, los mineros corrían el peligro de que al entrar en contacto con las llamas explotase mientras se encontraban trabajando.
Penitente (Ilustración de José Frappa) |
Sabemos que en el siglo XVIII se explotaban minas de carbón, pero ¿cómo lo hacían? Aquí es donde entra en juego el penitente. Según los textos encontrados, este hombre se introducía en la mina cubierto de sacos, sábanas o telas gruesas empapadas en agua. Sólo se veían de él las manos y los ojos y esta apariencia recuerda a la de los nazarenos de Semana Santa. Se adentraba en la mina una hora antes de cada turno, arrastrándose por el suelo para evitar morir asfixiado por el grisú y con una larga pértiga con una vela en la punta. Al ir avanzando por las galerías, el fuego inflamaba el gas y se creaban explosiones más o menos grandes, que en ocasiones acababan con la vida del penitente. Las telas húmedas eran un intento de evitar que la deflagración calcinara al minero que se hacía un ovillo y rezaba para poder contarlo.
Este oficio era el mejor pagado debido a su peligrosidad y solían aceptarlo ancianos, tullidos que no podrían ganarse la vida de otra forma o gente que prefería tener el bolsillo lleno para gastar en vicios. Aún así, la elevada tasa de mortalidad hacía que faltaran voluntarios, por lo que en ocasiones se ofrecía a presos a cambio de una reducción de condena o incluso la libertad.
Estatua del penitente en la escuela de minas de Madrid (imagen tomada de lucesenlasminas.blogspot.com.es) |
A partir de 1815 el oficio fue desapareciendo ya que no era necesario y se extendió el uso de las lámparas de seguridad, aunque sabemos que a mediados del siglo XIX aún existía en algunas minas, incluso en España. Se han encontrado artículos que hablan de las minas de Sevilla (Villanueva del Río) y de Palencia (en aquella época, en la provincia solo tenían gas las de Barruelo de Santullán y Orbó). En ocasiones, la ventilación no es todo lo eficaz que debiera y el grisú se podía acumular. Con la lámpara de seguridad se sabía de la presencia del gas, pero había que dejar el trabajo ya que no se eliminaba. En esas circunstancias, el penitente entraba con la lámpara para detectar la zona con gas, prendía fuego a una antorcha y la arrojaba a la zona gasificada para quemarlo.
Este oficio ha perdurado como apodo de algunos vecinos conocidos como los "penitentes".
Óliver del Nozal
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